Wednesday, November 5, 2008

Welcome to the Black House

Léase en voz alta envuelto en una bandera negra
Episodio 1
Todo comenzó en Halloween. Ya pasaban las 3 de la mañana de una noche larga, turbulenta y alcohólica. Bogotá estaba disfrazada de fiesta y en las esquinas, pocos centímetros por encima de los charcos de vómito, caminaban pitufos, superhéroes, personajes de cuentos, películas y hasta dos Blanca Nieves y un Seiya.
Salí con un amigo de una de las tantas fiestas persiguiendo la promesa de una mejor. Atravesábamos la carrera Séptima, calle abajo, en contravía de la marejada humana que regresaba del centro al norte, cuando los gritos eufóricos de un negro gigante llenaron la calle acompañados por un puño que blandía golpeando el cielo: “¡Barack Obama, Barack Obama!”.
La curiosidad solo nos detuvo unos segundos y no fue más llamativa que las piernas peludas del hombre vestido de enfermera sexy en la otra esquina. Seguimos un par de cuadras por la avenida y doblamos a la izquierda a través de calles oscuras y solitarias. La fiesta prometida no aparecía detrás de ninguna de esas ventanas lúgubres y el frío se nos metía entre la piel y la peluca como una rasquiña desesperante. Resignados, doblamos a la derecha, decididos a volver a casa con unas empanadas en mano.
Habíamos caminado más de 20 cuadras en 45 minutos. Las calles conservaban un ruido más discreto, cansado, baboso, el mismo lamento de los borrachos cerca al amanecer. Volvimos a la avenida, sembrada de Guasones y Jasons, de metaleros y emos –quizá los unos disfrazados de los otros–, y justo ahí, mientras doblábamos la esquina para volver sobre nuestros pasos camino a casa, lo encontramos de nuevo: “¡Barack Obama, Barack Obama!”. El grito sostenido solo se interrumpía fracturado entre las sílabas, acentuado en cada golpe: “¡Ba-rack O-ba-ma, Ba-rack O-ba-ma!”, y el puño negro seguía golpeando el cielo con violencia. Esta vez la vehemencia de su voz y el movimiento sólido desde el hombro hasta los nudillos no pudo pasarnos desapercibido: este hombre creía en esas dos palabras con las que apabullaba los pitos de los carros, y se me fueron metiendo en el pecho, como si fueran ciertas, como si fueran conmovedoras, como si dijeran algo más que un nombre.
Una sonrisa conmovida, como de sentir plenamente que hacía parte de algo, comenzaba a alcanzarme las comisuras, cuando un pirata con garfio, sombrero y parche interrumpió los gritos del negro desde la esquina:
–¿Y qué va a hacer Obama para resolver la crisis financiera y la caída del Dow Jones? –preguntó el jovencito flacuchento disfrazado de pirata, sin poder disimular el estrato por una afectación pastosa de la voz.
El negro gigante se detuvo a poco más de un metro del pirata parado en la esquina. Dejó de blandir el puño, interrumpió su canto libertario, dio un paso hacia el pirata y bajó el puño sin abrir la mano. Entonces desvió la mirada distraída hacia el cielo, como tratando de buscar una respuesta o de entender la pregunta. Al darse por vencido, miró al pirata con ojos inyectados de sangre y un gesto enfático de fruncir los labios y apretar el puño con más rabia en señal de amenaza. Al final, impasible, sin responder, como si la pregunta nunca hubiera ocurrido, levantó de nuevo el puño, volvió sus pasos sobre la avenida y se alejó gritando con mucha más fuerza: “¡Ba-rack O-ba-ma, Ba-rack O-ba-ma! ¡Ba-rack O-ba-ma, Ba-rack O-ba-ma!”.

Episodio 2
Parte de la tradición anual de Rock al Parque es que un aguacero arruine al menos la mitad del evento. Esta versión no fue la excepción. Además de los músicos sacrificados que no pudieron tocar, entre los numerosos asistentes empapados y con severas lesiones pulmonares estaban Luis y Mauricio.
Entre el mediodía y las 3 de la tarde del domingo, estos dos amigos probaron su paciencia y fortaleza resistiendo el aguacero y el barrial en el que se había convertido el parque, a ratos también silenciado por precauciones técnicas. Pasadas un par de horas y muchos galones de agua sobre las cabezas y ante la cancelación de las presentaciones en uno de los escenarios, decidieron tomarse un break y volver a casa.
Después de que se cambiaran y secaran me reuní con ellos para su segundo intento de gozar la fiesta del rock. Antes de meternos en un taxi, pasamos por un par de cervezas y un pan. Mauricio, que conoce mi pasión por la gratuidad, me hizo una propuesta que no podría resistir:
–Flaco, si logras meter este billete te regalo la cerveza.
Dos horas antes, al volver a casa empapado, Mauricio había vaciado sus bolsillos y encontrado dos tesoros anegados: un porro recién armado y un billete de 20 mil pesos. Después de secarse y horrorizado ante la posibilidad de perder sus dos más preciadas posesiones para una tarde de Rock al Parque, tuvo la brillante idea de poner a secar tanto el porro como el billete en el horno del pan. Metió, uno al lado del otro, los dos amados rollitos de papel, fue a su cuarto, buscó ropa seca y zapatos cómodos que pudiera empantanar sin remordimientos, se cambió en calma escuchando la transmisión del evento en el cuarto de al lado, se tomó su tiempo, se dejó caer en los solos de guitarra y baterías maltratadas y sólo salió del transe cuando un potente olor a mariguana se metió en su cuarto desde la cocina, entonces corrió desesperado, casi con lágrimas en los ojos, y abrió el horno: el porro estaba exquisitamente tostado, nada mal, pero el billete de 20 mil había cambiado su habitual color azul por un tono moreno que lo hacía parecer de 50 mil pero no valer un peso.
Ése fue el billete que Mauricio me entregó a pocos metros de la puerta de Carulla y con él esperaba que pagara las cervezas de los 3 para ganarme la mía gratis. ¿Por qué yo? ¿Porque tengo 250 horas de entrenamiento hablando mierda? No, por un motivo políticamente mucho más sólido.
Antes de hacer la comprita consulté con un par de cajeros sexualmente ambiguos si me recibirían el billete, ante las dos apenadas negativas, decidí proceder por las vías de hecho: cogería lo que necesitara, pasaría todo por la caja y solo en ese momento sacaría el billete y aseguraría no tener un peso más. Eso hice. En la caja 7 enfrenté a una gordita bonachona con cara de domingo por la tarde. Tres cervezas, dos chocolatinas, un pan, un Maní Moto y un paquete de cigarrillos. La cajera interrumpió su amable sonrisa al ver el billete café.
–¿No tiene otro billete, señor?
–No tengo un peso más.
–Tengo que pedir autorización para aceptarle ese billete, señor.
–¿Pero cuál es el problema? El billete está bien, sólo un poco bronceadito.
La supervisora se acercó y conté la historia completa de Mauricio y la lluvia y el horno y el rock, y solo omití el detalle del porro humeante y cambié el nombre de Mauricio por el mío. La mujer diminuta que se había acercado a la caja me escuchaba con el ceño fruncido en un gesto impasible de me-importa-un-culo. Sólo entonces decidí usar la defensa Obama.
–¿Cuál es el problema con el billete? ¿Solo porque es un poco más oscuro que los otros? ¿Algún problema con los oscuritos? Yo también soy moreno, ¿no les gusto o qué?
La supervisora cambió el gesto inmóvil por una tensión facial que podría desembocar en un llamado a seguridad o en una carcajada sonora. Seguía apretando la reacción entre sus labios hasta que no pudo contener la risa y nos dejó salir con las cervezas y el cambio en las manos. Entonces cerré mi puño, comencé a sacudirlo contra el cielo soleado después del aguacero y me fui gritando: “¡Ba-rack O-ba-ma, Ba-rack O-ba-ma!”.
Pensé en todo esto y en la libertad y en el sueño americano, mientras el segundo aguacero golpeaba mi cabeza, el bajo se me estrellaba contra los oídos, un pogo exagerado para el sonido de una banda Indie me sacudía de un lado a otro y apretaba entre los labios el porro tostado y untado de los testículos de Mauricio, donde lo había metido para escapar a los cordones de seguridad del parque.

Thursday, October 16, 2008

¿Cierto?

Léase en voz alta con los puntos sobre las íes
Hace un par de meses, Christian Mejía, estudiante de comunicación social barranquillero, ganó un premio de dirección de fotografía en un festival universitario en Manizales. En su viaje de regreso a Barranquilla hizo una escala de un día en Bogotá. Cumpliendo con la incómoda obligación de ser anfitrión, pasé a buscarlo al Terminal de transporte. Nos embarcamos en un taxi, Christian intentó negociar el precio de la carrera con el taxista, quien se limitó a prender el taxímetro y subir el volumen del radio.
–¿Bacano, qué? –pregunté a Christian acerca de Manizales.
–No joda, firme, pero ajá.
El taxista bajó el volumen del radio tratando de desentrañar el sentido cifrado de nuestra conversación.
–¿Barranquilleros, verdad?
–Ajá –respondimos.
El taxista apagó el radio y la voz de William Vinasco gritando “¡Candela!” se diluyó entre el tráfico, el smog y las primeras gotas de lluvia que golpeaban la ventana.
–¿Es cierto que en Barranquilla cuando llueve toda la ciudad se inunda y que la gente no puede salir porque los arroyos se llevan hasta los buses? –preguntó el taxista.
–(Silencio incómodo) Bueno. Eh. Tampoco así.
Pensé en los juegos de bola ’e trapo bajo la lluvia y en los aguaceros felices de mi infancia a la salida del colegio. Buscaba palabras para defender la lluvia en Barranquilla, cuando el taxista interrumpió mis pensamientos:
–¿Y es cierto que allá ni un político se salva, que todos son rateros y descarados?
–(Silencio incómodo) Bueno. Eh. Tampoco así.
Christian se puso los dedos sobre la boca en actitud reflexiva mientras miraba las calles grises tratando de encontrar en su memoria una excepción que completara su respuesta al taxista. Contó con los dedos nombres de políticos en un listado silencioso del que iba descartando uno por uno a todos con una negación decepcionada de la cabeza. Cuando al fin pareció haber encontrado un nombre, el taxista interrumpió de nuevo:
–Oigan, ¿y es cierto que todos los alcaldes de Barranquilla acaban presos?
–(Silencio incómodo) Bueno. Eh. Tampoco así.
Según recuerdo sólo dos de los tres últimos alcaldes de Barranquilla han estado en prisión.
¿Qué se cree este cachaco para juzgar a la ciudad que amo sin siquiera conocerla? ¿Por qué no preguntó por los cielos de diciembre, por las caderas de las quilleras, por los músicos brillantes, por Barranquijazz, por el Carnaval, por las sonrisas sinceras, por los jóvenes talentosos y dedicados que ganan premios nacionales, por el bocachico en cabrito, por la brisa, por la puerta de oro?
Afortunadamente, a falta de elogios, el taxista nos ofreció la solución redentora a todos nuestros problemas.
–¿Ustedes han visto cuando el presidente va a los pueblos? Le toca resolver todo porque los alcaldes no hacen nada. Hace falta que el presidente vaya a Barranquilla para que arregle todo eso por allá.
–(Silencio incómodo). Bueno. Eh. Tampoco así.
Nos despedimos del taxista. No respondió. Al bajar del taxi, un ratero arrancó el bolso de los brazos de una niña en la calle del frente. Huyó a través de una calle reventada en medio de las emanaciones negras de los exhostos. Todos los cachacos miraron indiferentes y siguieron tosiendo sobre los charcos y bajo los paraguas. Nadie hizo ni dijo nada. Nosotros tampoco.

Friday, October 3, 2008

Hombres de verde con plumas en los sombreros

Léase en voz alta con los bolsillos llenos de Snickers
De acuerdo con el principio de presunción de la inocencia, todos somos inocentes hasta que se compruebe lo contrario.
En Almacenes Éxito, todos somos culpables hasta que el recibo confrontado con las bolsas en la puerta de salida compruebe lo contrario.
Después de recorrer los pasillos sobrecargados de luz, de familias infelices consumiendo la quincena, de carros a los que les falla una rueda y que no giran a la izquierda, de promociones falsas, de olores a pollos podridos y pescados comemierda. Después de soportar la extensión congelada de la fila de la caja y la obsolescencia de cajeras y empacadores mal pagados, es necesario comprobar al salir que uno no se robó nada, que cada gramo de la bolsa fue pagado a su inflado precio.
Por eso he decidido robarles. Y después de decidirlo lo he hecho. Por eso arranco las baterías de sus estuches y las meto en mi bolsillo junto a las cajas registradoras; por eso en las noches de quincena tomo un carro y lo lleno de papas, papayas, cajas, bolsas, botellas y flores, mientras mastico uchuvas y fresas y bebo cervezas y rio y reviso una lista imaginaria tachando ítems que no fueron escritos, y al final abandono el carro y me voy sin llevar nada y sin pagar nada; por eso recorro degustaciones, probando carnes y tragos y jugos y cosas tan insípidas como gratuitas; por eso camino a través de los corredores y me leo las revistas completas y a veces arranco la mejor o la peor página y dejo los restos en el lugar al que suelen pertenecer, junto al papel higiénico; y desgarro los códigos de barras y vuelvo a pasar por la misma degustación tres veces y juego con los balones y muerdo los panes y rompo las bolsas; por eso me he convertido en un Robin Hood que roba a los ricos para darme a mí mismo, que soy pobre.
Amo a Carulla, que paga la responsabilidad social de sus altos precios con escasa seguridad y cajeros homosexuales que lo perdonan todo por una sonrisa de mis dientes torcidos. Es fácil robar en Carulla y salir impunemente a la calle con los bolsillos repletos de chocolates y el sabor dulce de la libertad en el pecho. A la Olímpica no vale la pena robarle.
Cuando teníamos trece años, saqueábamos los supermercados en las mañanas de lluvia en que no había clases. Era obvio, la inocencia culpable brillaba en nuestros ojos, teníamos más miedo de quedar como cobardes ante nuestros compañeros que de ser descubiertos. Lo hicimos tantas veces y jamás comprobamos el mito urbano de que en el sótano del supermercado depilaban las cejas y rapaban las melenas noventeras de los ladrones adolescentes.
Clary, que ha salido por la puerta trasera con el uniforme del colegio puesto, sabe bien que allá abajo sólo cobran lo robado, a veces el doble de su precio, y te obligan a llevarte, te guste o no, el tinte de cabello, el cepillo de dientes, el cucharón de palo, o todo aquello que no necesitas pero que no les puedes dejar a los ricos, simplemente porque no lo valoran, simplemente porque no lo merecen, simplemente porque aunque no lo necesites lo necesitas más que ellos.
Ahora, en casa, tomo fotos con las pilas robadas en la caja de Carulla, mientras bebo una cerveza del six pack arrancado de las fáciles entrañas del Star Mart junto a la bomba de Texaco, y envío estas palabras gracias a una señal de internet robada a un vecino anónimo que no la usa.
Baje este archivo. Cópielo. Reenvíelo. Reprodúzcalo. Quémelo. Véndalo. Diga que es suyo. Róbelo. Que todos somos impunes, que los que más roban en este país son otros, encorbatados, descarados, y se llevan miles de millones del tránsito, de los puentes, de las calles, de la miseria de los niños que mueren de hambre junto a los ríos. Robe estas palabras que también son suyas, porque todos somos iguales y nada nos pertenece, excepto esa sonrisa que ahora puebla su rostro y el mío.

Wednesday, September 24, 2008

Codearse con la fama

Léase en voz alta con libreta de autógrafos en la mano
Recuerdo la tarde en que la conocí.
Era una tarde verde. Olía a una combinación afortunada entre grama húmeda y mujeres hermosas. Había muchas; muchas personas, mucha grama y muchas mujeres hermosas. Estaba hablando con una de ellas –rubia, española, muy preñada y prohibida– cuando una voz pareció gritar mi nombre desde atrás. Entonces traté de buscar con los ojos lo que llegaba hasta mis oídos y di media vuelta precedido por mi codo levantado y puntiagudo. Con eso, con mi codo, se encontró de frente la cabeza naranja de Fanny Mikey que avanzaba hacia la rubia prohibida que hablaba conmigo.
–No joda, Fanny, lo siento –dije–, pegarte a ti es como mentarle la madre al Pibe Valderrama.
Aún aturdida por el golpe, con mi mano entre las suyas, Fanny no acertó a decir una sola palabra. Era el último día del Festival Malpensante, y mi trabajo en esa revista corría peligro, más por las palabras dichas que por el golpe dado.
No es la primera vez que golpeo a una estrella. He pisado a un par de actrices, ha saltado desde mi boca algún salivazo involuntario sobre la cara de un interlocutor mucho más talentoso o mejor pagado que yo, he empujado accidentalmente a periodistas internacionales y le he arrecostado los genitales a alguna modelo, sin querer y sin llegar a sentir placer.
Los contactos que uno acaba conociendo en eventos como éstos tienen intensidades y profundidades tan diversas como útiles. Desde el más elemental deseo de tomarse una foto con Paquita Gallego para montarla en Facebook, hasta la posibilidad de conseguir un mejor trabajo –o uno, cualquiera– e inclusive, con mucha más suerte, de conocer a una persona interesante detrás de ese nombre y ese rostro.
Los famosos andan por ahí. A veces se juntan en algún lugar y son un poco menos visibles, y sus vidas menos torturadas por la admiración hambrienta de quienes los vemos todos los días besándose después de los noticieros o, en cuatro, en tapas de revistas. Cuando son tantos y se encuentran, los famosos se saludan entre sí, y también uno siente el deseo más natural de saludarlos, porque los ha visto tantas veces que le parecen viejos conocidos y porque ha olvidado que los televisores sólo miran de afuera hacia adentro, y que las revistas no tienen ojos, y que aunque la modelo de la portada esté en cuatro, ese ojo que apunta hacia el lector no puede ver.
Llevo la vida entera viendo a Fanny Mikey. Es la primera vez que le pego, aunque no puedo asegurar que vaya a ser la última. Siento un afecto agridulce hacia ella, algo en medio de la admiración y el agradecimiento, pero a la vez, e inexplicablemente, cercano a ese sentimiento innombrable que despierta Jotamario Valencia. Los colombianos parecen amarla sin restricciones y unánimemente; a decir verdad, yo me quedo con el Pibe Valderrama: levantar el pulgar hacia él, en un encuentro fortuito de cualquier tarde barranquillera o samaria, es reclamar una sonrisa que llega de inmediato.
Los famosos no tienen la culpa. A veces la fama, los autógrafos, las fotos y los chismes les resulta un precio demasiado alto para tener un trabajo y ganarse unos pesos. Es peor el caso de las famas infames, que ganan poco, soportan mucho y viven mal. Y el de las famas culpables, que despiertan cada día recordando que no merecen lo que tienen.
Después de cuatro días de festival, alcohol gratuito, tablas de queso y bellezas tortuosas, este encuentro de mi codo con la cabeza de Fanny Mikey parece ser una invitación a despertar de vuelta a la realidad. Darle codazos a la fama no es el modo más sensato de codearse con ella. Este torpe aprendizaje me regala un instante de lucidez. Después de haberse llenado de lagunas, el tiempo parece volver a avanzar, conservando aquello que le es eterno: las cucarachas, Cher, la lluvia bogotana, Amparo Grisales, la corrupción política colombiana, Madonna o Fanny Mikey.
Sobrio y avergonzado, tras haberme disculpado con Fanny, comienzo a revisar el codo de mi buzo verde buscando una mancha naranja.

Friday, September 19, 2008

Para los amigos que nos quedan

Léase en voz alta levantando una caja de vino barato
Hace un par de años, en el marco del Salón del Autor Audiovisual, recorrí junto a unos amigos cada conferencia y cada proyección. Entre ellas, la de un corto documental de pésima factura e ininteligible contenido, cuyo realizador conocíamos por su ampliamente difundida calidad humana. Al final de la proyección, Samuel Moreno, joven realizador, emitió sobre el director del documental uno de los juicios más agudos que he escuchado hasta ahora referidos a una creación artística: “este man es muy buena gente, pero no tiene amigos”.
La afirmación de Samuel tenía un sentido preciso: un buen amigo le habría dicho al realizador a tiempo que su trabajo no merecía cruzar la frontera que separa lo privado de lo público, que debería repensarlo, rehacerlo o, simplemente, abortarlo.
He recordado esta anécdota porque fui víctima de una experiencia similar hace unos pocos días durante la proyección de un cortometraje barranquillero, esta vez en el marco de In Vitro Visual, espacio ya tradicional de los martes bogotanos en el que se proyectan los trabajos audiovisuales de una creciente generación de realizadores colombianos y extranjeros.
“Todo pudo cambiar en un segundo con una mirada; todas las historias de amor comienzan con una mirada”.
Miradas urgentes es el nombre del tercer cortometraje realizado por la dupla barranquillera conformada por Alana Farrah Roa y Bertha Quintero, con el apoyo de la Universidad del Norte y Telecaribe.
“Lugares comunes” habría sido una buena alternativa para titular este corto repleto de clichés narrativos y audiovisuales. Sábanas rojas, amores imposibles, imágenes superpuestas en cámara lenta, pasos de tacones que se alejan, voces en off reflexionando sobre el amor y el tiempo, una misma escena desde tres planos distintos, sonrisas de niñas, paneos del cielo sobre el mar, llamadas nocturnas, falsos “te-amos”, miradas urgentes.
Sin duda, en cuanto a realización, este trabajo supera ampliamente a La cita y Esquiletto, los dos cortometrajes anteriores de Farrah y Quintero –el primero sobre una cita y el segundo sobre un artista enamorado y la muerte–. También es cierto que cuenta con un mejor reparto, que el sonido deja entender todos los diálogos, que las luces están puestas en su lugar, que es visible que contaron con recursos y que hicieron un esfuerzo.
Esfuerzo que no se concreta porque los actores están parados, rígidos, como fichas de ajedrez sobre un tablero improbable. Porque la actuación de Alejandra Borrero es insuficiente para rescatar a un personaje plano, de diálogos y narraciones en off tan profundas como: “Tal vez sea lo mejor para los dos”, “A veces uno no reconoce el momento en que todo puede cambiar para siempre, porque pasa a cada segundo” o “Ni un silencio, ni un impulso, ni una mirada… algo que pudiera cambiar el curso de los acontecimientos”. Porque no hay historia, ni personajes, ni ritmo. Porque la circularidad es ingenua. Porque la música original es monótona. Porque lo que las luces bien puestas iluminan no difiere demasiado de lo que vemos en televisión nacional después de los noticieros, sólo lo lleva a otro nivel de cursilería que, a diferencia del caso de nuestra tele, no da risa.
Los recursos con los que fue producido este corto se deben en parte a la Beca del Ministerio de Cultura para Coproducción de Cortometrajes. Esto quiere decir que se trata de recursos del Estado, lo que quiere decir que son recursos provenientes del pago de nuestros impuestos, lo que quiere decir, a su vez, que entre todos pagamos la realización de Miradas urgentes y que, por lo tanto, tenemos derecho a recibir algo bueno a cambio de lo que pagamos o a quejarnos, en caso contrario.
La iniciativa y la buena voluntad no son suficientes. Hay mucho talento en Barranquilla, talento desperdiciado, talento sin acceso a las herramientas, talento haciendo cosas interesantes con escasos recursos, talento que tiene derecho a protestar cuando los que pueden hacen menos de lo que pueden. La concreción de trabajos descuidados, mediocres, sin contenido, sostenidos sobre bases blandas, que no dicen nada y/o que lo dicen mal, sólo contribuye a agrandar archivos, a engrosar la ya gorda insatisfacción –o peor aún, en muchos casos, conformismo– de un público sediento como lo es el barranquillero y, lo que es más nocivo, a bajar los estándares de calidad que servirán de referente a próximos proyectos, quizá conformes con ser al menos mejores que esto.
La doble función de cortometrajes de In Vitro Visual se completó esa noche con un maravilloso corto francés. Una cuidadosa dirección de arte crea los matices y el espacio en el que transcurre la original y divertida historia en la que se ven envueltos tres personajes bien logrados e interpretados. El comienzo del segundo corto interrumpe el silencio incómodo posterior al final de Miradas urgentes. El público, sentado en el piso del bar, se debate entre la duda de si realmente terminó, si se trataba de una especie de broma o si era el promo de una telenovela próxima a estrenarse en la televisión privada nacional.
El público de In Vitro Visual suele otorgar un aplauso discreto de condescendencia a los esfuerzos menos exitosos. Esta vez, el silencio es tajante.
La sensación de vacío gástrico que dejan los once minutos de proyección de Miradas urgentes remite a las palabras de Samuel Moreno. A veces es mejor tener buenos amigos que digan verdades dolorosas a exponer al público productos que no debieron habitar en lugares distintos a nuestros insomnios. Palabras que seguramente nadie les dijo a Farrah y Quintero, y que cobran vida, esta vez de manera paradójica y a la vez lapidaria, en la dedicatoria que aparece en letras blancas sobre fondo negro al final del corto, justo antes del silencio del público, “para los amigos… que nos quedan”.

Friday, September 5, 2008

Poetas y muslos de pollo

Léase en voz alta con acento francés
Quizá sea cierto que a los intelectuales no les gustan muchas cosas, pero sin duda es cierto que a casi nadie le gustan los intelectuales, ni siquiera a los intelectuales. Editores independientes, autores inéditos, periodistas, académicos, promotores culturales que pretenden pasar por escritores, vírgenes suicidas y poetas, se dan cita anualmente en la Feria del Libro. También, entre ellos, pero completamente distintos, pequeños, sonrientes, libres, dulcemente ignorantes, una manada de uniformados recorre los pabellones de Corferias, pastoreada por un empleado público que difícilmente entra en la categoría de intelectual, pero que oficia de puente entre lo humano y lo divino, bajo el rótulo –desafortunadamente despectivo– de “maestro”.
Comienza a caer la noche. Los periodistas se visten de lagartos, los niños vuelven a casa y los poetas sacan los colmillos y las bufandas. Es hora de la entrega del Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá. En un salón de Corferias, un calvo deprimido presenta a la directora de la Secretaría Distrital de Cultura, a un representante de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño y a Santiago Mutis, poeta. El poeta ganador aún no ha sido presentado; será el mismo Mutis, poeta, el encargado de presentar poéticamente al poeta. Nelson Romero Guzmán ha ganado el concurso con un bello poemario titulado Obras de mampostería, sin embargo, la lectura de un par de los poemas que le merecieron el premio es aplastada por la extenuante presentación de 35 minutos, repletos de excesos, giros, saltos y poses poéticas, que hace Santiago Mutis, poeta, del poeta.
Terminado el evento, la verdadera razón que nos convoca se hace efectiva: las salas semivacías de los eventos culturales se llenan a reventar al momento del cóctel. Sobre el mantelito blanco, frente a los corbatines, están las copas de vino y, justo al lado, en charolas plateadas, una generosa ración de fiambres dorados que parecen muslos de pollo. No, no parecen muslos de pollo, son muslos de pollo.
Desde mi ignorancia, no alcanzo a comprender la excentricidad o el agudo sentido del sarcasmo de los poetas. Busco solidaridad entre los comensales, alguien debe estar tan contrariado como yo. No. Todos devoran los muslos de pollo y la grasa se escurre entre sus barbas, torpeza a veces corregida por un delicado movimiento de la bufanda. Tomo otra copa de vino y clavo los dientes en los nervios de esa patita muerta. ¿Qué extraña metáfora encierran estos muslos? ¿Qué secreto indescifrable abraza entre sus fibras la piel dorada del pollo? ¡Oh, pollo!
En otros cócteles, de otros eventos, de otros intelectuales, se sirven canapés y vinos más caros. Las elites intelectuales visten mejor y, en algunos casos, han superado el siglo XIX. Lo demás es lo mismo. Lejos de la literatura, los intelectuales se definen por su extraña condición de no ser viables en el mundo real –donde las tuberías se rompen, los transplantes salvan vidas y los puentes se levantan sobre ríos– y, sin embargo, sobrevivir tercamente aferrados a la palabra dicha, que no a la escrita.
Es imposible no sentir miedo de que los niños reciban esa impresión de lo que es la cultura. Y que asocien la lectura y los libros con las barbas hediondas a Pielroja y pollo, los paraguas largos colgando de los antebrazos, las bufandas de cuadros, los comentarios eruditos fuera de contexto, las poses afectadas, la insinuación afrancesada de alguna vaina rara que también tiene nombre en español, la urgencia de proclamar el cargo que se ocupa y los premios obtenidos como epítetos de un nombre que nadie conoce y que se lleva con urgencia a las tapas de libros escritos a las carreras y publicados en ediciones autofinanciadas.
Alguien debería advertir a los niños que nada tienen que ver esos hombres grises con todos los colores que pueden encontrar en los libros. Nada tienen que ver esos excesos verbales –que no son pregunta ni respuesta– del público que interviene al final de cada evento, con la palabra certera que transporta y apuñala, despojada de adjetivos, cargada de fuerza, emoción y belleza.
Que los escritores escriban. Que los lectores lean. Que los niños rían, corran, lean y escriban. Que las niñas vengan a mí.
Lo que se lee se lleva por dentro. La experiencia de la lectura transcurre en soledad y silencio y le pasa a las personas más inesperadas: la lectora más frecuente de la revista en la que trabajo es la señora diminuta que reparte los tintos. Los intelectuales invierten tanto tiempo hablando de lo que han leído que cada vez leen menos, hablan más, y casi han olvidado que al final de todo esto lo que se espera es una sensación placentera en el pecho al cerrar la última página.
Ojalá que los niños lo descubran a tiempo, con los dedos untados de tinta y crayola, y que nunca lo olviden cuando sean viejos.