Wednesday, September 24, 2008

Codearse con la fama

Léase en voz alta con libreta de autógrafos en la mano
Recuerdo la tarde en que la conocí.
Era una tarde verde. Olía a una combinación afortunada entre grama húmeda y mujeres hermosas. Había muchas; muchas personas, mucha grama y muchas mujeres hermosas. Estaba hablando con una de ellas –rubia, española, muy preñada y prohibida– cuando una voz pareció gritar mi nombre desde atrás. Entonces traté de buscar con los ojos lo que llegaba hasta mis oídos y di media vuelta precedido por mi codo levantado y puntiagudo. Con eso, con mi codo, se encontró de frente la cabeza naranja de Fanny Mikey que avanzaba hacia la rubia prohibida que hablaba conmigo.
–No joda, Fanny, lo siento –dije–, pegarte a ti es como mentarle la madre al Pibe Valderrama.
Aún aturdida por el golpe, con mi mano entre las suyas, Fanny no acertó a decir una sola palabra. Era el último día del Festival Malpensante, y mi trabajo en esa revista corría peligro, más por las palabras dichas que por el golpe dado.
No es la primera vez que golpeo a una estrella. He pisado a un par de actrices, ha saltado desde mi boca algún salivazo involuntario sobre la cara de un interlocutor mucho más talentoso o mejor pagado que yo, he empujado accidentalmente a periodistas internacionales y le he arrecostado los genitales a alguna modelo, sin querer y sin llegar a sentir placer.
Los contactos que uno acaba conociendo en eventos como éstos tienen intensidades y profundidades tan diversas como útiles. Desde el más elemental deseo de tomarse una foto con Paquita Gallego para montarla en Facebook, hasta la posibilidad de conseguir un mejor trabajo –o uno, cualquiera– e inclusive, con mucha más suerte, de conocer a una persona interesante detrás de ese nombre y ese rostro.
Los famosos andan por ahí. A veces se juntan en algún lugar y son un poco menos visibles, y sus vidas menos torturadas por la admiración hambrienta de quienes los vemos todos los días besándose después de los noticieros o, en cuatro, en tapas de revistas. Cuando son tantos y se encuentran, los famosos se saludan entre sí, y también uno siente el deseo más natural de saludarlos, porque los ha visto tantas veces que le parecen viejos conocidos y porque ha olvidado que los televisores sólo miran de afuera hacia adentro, y que las revistas no tienen ojos, y que aunque la modelo de la portada esté en cuatro, ese ojo que apunta hacia el lector no puede ver.
Llevo la vida entera viendo a Fanny Mikey. Es la primera vez que le pego, aunque no puedo asegurar que vaya a ser la última. Siento un afecto agridulce hacia ella, algo en medio de la admiración y el agradecimiento, pero a la vez, e inexplicablemente, cercano a ese sentimiento innombrable que despierta Jotamario Valencia. Los colombianos parecen amarla sin restricciones y unánimemente; a decir verdad, yo me quedo con el Pibe Valderrama: levantar el pulgar hacia él, en un encuentro fortuito de cualquier tarde barranquillera o samaria, es reclamar una sonrisa que llega de inmediato.
Los famosos no tienen la culpa. A veces la fama, los autógrafos, las fotos y los chismes les resulta un precio demasiado alto para tener un trabajo y ganarse unos pesos. Es peor el caso de las famas infames, que ganan poco, soportan mucho y viven mal. Y el de las famas culpables, que despiertan cada día recordando que no merecen lo que tienen.
Después de cuatro días de festival, alcohol gratuito, tablas de queso y bellezas tortuosas, este encuentro de mi codo con la cabeza de Fanny Mikey parece ser una invitación a despertar de vuelta a la realidad. Darle codazos a la fama no es el modo más sensato de codearse con ella. Este torpe aprendizaje me regala un instante de lucidez. Después de haberse llenado de lagunas, el tiempo parece volver a avanzar, conservando aquello que le es eterno: las cucarachas, Cher, la lluvia bogotana, Amparo Grisales, la corrupción política colombiana, Madonna o Fanny Mikey.
Sobrio y avergonzado, tras haberme disculpado con Fanny, comienzo a revisar el codo de mi buzo verde buscando una mancha naranja.