Thursday, October 16, 2008

¿Cierto?

Léase en voz alta con los puntos sobre las íes
Hace un par de meses, Christian Mejía, estudiante de comunicación social barranquillero, ganó un premio de dirección de fotografía en un festival universitario en Manizales. En su viaje de regreso a Barranquilla hizo una escala de un día en Bogotá. Cumpliendo con la incómoda obligación de ser anfitrión, pasé a buscarlo al Terminal de transporte. Nos embarcamos en un taxi, Christian intentó negociar el precio de la carrera con el taxista, quien se limitó a prender el taxímetro y subir el volumen del radio.
–¿Bacano, qué? –pregunté a Christian acerca de Manizales.
–No joda, firme, pero ajá.
El taxista bajó el volumen del radio tratando de desentrañar el sentido cifrado de nuestra conversación.
–¿Barranquilleros, verdad?
–Ajá –respondimos.
El taxista apagó el radio y la voz de William Vinasco gritando “¡Candela!” se diluyó entre el tráfico, el smog y las primeras gotas de lluvia que golpeaban la ventana.
–¿Es cierto que en Barranquilla cuando llueve toda la ciudad se inunda y que la gente no puede salir porque los arroyos se llevan hasta los buses? –preguntó el taxista.
–(Silencio incómodo) Bueno. Eh. Tampoco así.
Pensé en los juegos de bola ’e trapo bajo la lluvia y en los aguaceros felices de mi infancia a la salida del colegio. Buscaba palabras para defender la lluvia en Barranquilla, cuando el taxista interrumpió mis pensamientos:
–¿Y es cierto que allá ni un político se salva, que todos son rateros y descarados?
–(Silencio incómodo) Bueno. Eh. Tampoco así.
Christian se puso los dedos sobre la boca en actitud reflexiva mientras miraba las calles grises tratando de encontrar en su memoria una excepción que completara su respuesta al taxista. Contó con los dedos nombres de políticos en un listado silencioso del que iba descartando uno por uno a todos con una negación decepcionada de la cabeza. Cuando al fin pareció haber encontrado un nombre, el taxista interrumpió de nuevo:
–Oigan, ¿y es cierto que todos los alcaldes de Barranquilla acaban presos?
–(Silencio incómodo) Bueno. Eh. Tampoco así.
Según recuerdo sólo dos de los tres últimos alcaldes de Barranquilla han estado en prisión.
¿Qué se cree este cachaco para juzgar a la ciudad que amo sin siquiera conocerla? ¿Por qué no preguntó por los cielos de diciembre, por las caderas de las quilleras, por los músicos brillantes, por Barranquijazz, por el Carnaval, por las sonrisas sinceras, por los jóvenes talentosos y dedicados que ganan premios nacionales, por el bocachico en cabrito, por la brisa, por la puerta de oro?
Afortunadamente, a falta de elogios, el taxista nos ofreció la solución redentora a todos nuestros problemas.
–¿Ustedes han visto cuando el presidente va a los pueblos? Le toca resolver todo porque los alcaldes no hacen nada. Hace falta que el presidente vaya a Barranquilla para que arregle todo eso por allá.
–(Silencio incómodo). Bueno. Eh. Tampoco así.
Nos despedimos del taxista. No respondió. Al bajar del taxi, un ratero arrancó el bolso de los brazos de una niña en la calle del frente. Huyó a través de una calle reventada en medio de las emanaciones negras de los exhostos. Todos los cachacos miraron indiferentes y siguieron tosiendo sobre los charcos y bajo los paraguas. Nadie hizo ni dijo nada. Nosotros tampoco.

Friday, October 3, 2008

Hombres de verde con plumas en los sombreros

Léase en voz alta con los bolsillos llenos de Snickers
De acuerdo con el principio de presunción de la inocencia, todos somos inocentes hasta que se compruebe lo contrario.
En Almacenes Éxito, todos somos culpables hasta que el recibo confrontado con las bolsas en la puerta de salida compruebe lo contrario.
Después de recorrer los pasillos sobrecargados de luz, de familias infelices consumiendo la quincena, de carros a los que les falla una rueda y que no giran a la izquierda, de promociones falsas, de olores a pollos podridos y pescados comemierda. Después de soportar la extensión congelada de la fila de la caja y la obsolescencia de cajeras y empacadores mal pagados, es necesario comprobar al salir que uno no se robó nada, que cada gramo de la bolsa fue pagado a su inflado precio.
Por eso he decidido robarles. Y después de decidirlo lo he hecho. Por eso arranco las baterías de sus estuches y las meto en mi bolsillo junto a las cajas registradoras; por eso en las noches de quincena tomo un carro y lo lleno de papas, papayas, cajas, bolsas, botellas y flores, mientras mastico uchuvas y fresas y bebo cervezas y rio y reviso una lista imaginaria tachando ítems que no fueron escritos, y al final abandono el carro y me voy sin llevar nada y sin pagar nada; por eso recorro degustaciones, probando carnes y tragos y jugos y cosas tan insípidas como gratuitas; por eso camino a través de los corredores y me leo las revistas completas y a veces arranco la mejor o la peor página y dejo los restos en el lugar al que suelen pertenecer, junto al papel higiénico; y desgarro los códigos de barras y vuelvo a pasar por la misma degustación tres veces y juego con los balones y muerdo los panes y rompo las bolsas; por eso me he convertido en un Robin Hood que roba a los ricos para darme a mí mismo, que soy pobre.
Amo a Carulla, que paga la responsabilidad social de sus altos precios con escasa seguridad y cajeros homosexuales que lo perdonan todo por una sonrisa de mis dientes torcidos. Es fácil robar en Carulla y salir impunemente a la calle con los bolsillos repletos de chocolates y el sabor dulce de la libertad en el pecho. A la Olímpica no vale la pena robarle.
Cuando teníamos trece años, saqueábamos los supermercados en las mañanas de lluvia en que no había clases. Era obvio, la inocencia culpable brillaba en nuestros ojos, teníamos más miedo de quedar como cobardes ante nuestros compañeros que de ser descubiertos. Lo hicimos tantas veces y jamás comprobamos el mito urbano de que en el sótano del supermercado depilaban las cejas y rapaban las melenas noventeras de los ladrones adolescentes.
Clary, que ha salido por la puerta trasera con el uniforme del colegio puesto, sabe bien que allá abajo sólo cobran lo robado, a veces el doble de su precio, y te obligan a llevarte, te guste o no, el tinte de cabello, el cepillo de dientes, el cucharón de palo, o todo aquello que no necesitas pero que no les puedes dejar a los ricos, simplemente porque no lo valoran, simplemente porque no lo merecen, simplemente porque aunque no lo necesites lo necesitas más que ellos.
Ahora, en casa, tomo fotos con las pilas robadas en la caja de Carulla, mientras bebo una cerveza del six pack arrancado de las fáciles entrañas del Star Mart junto a la bomba de Texaco, y envío estas palabras gracias a una señal de internet robada a un vecino anónimo que no la usa.
Baje este archivo. Cópielo. Reenvíelo. Reprodúzcalo. Quémelo. Véndalo. Diga que es suyo. Róbelo. Que todos somos impunes, que los que más roban en este país son otros, encorbatados, descarados, y se llevan miles de millones del tránsito, de los puentes, de las calles, de la miseria de los niños que mueren de hambre junto a los ríos. Robe estas palabras que también son suyas, porque todos somos iguales y nada nos pertenece, excepto esa sonrisa que ahora puebla su rostro y el mío.