Friday, September 5, 2008

Poetas y muslos de pollo

Léase en voz alta con acento francés
Quizá sea cierto que a los intelectuales no les gustan muchas cosas, pero sin duda es cierto que a casi nadie le gustan los intelectuales, ni siquiera a los intelectuales. Editores independientes, autores inéditos, periodistas, académicos, promotores culturales que pretenden pasar por escritores, vírgenes suicidas y poetas, se dan cita anualmente en la Feria del Libro. También, entre ellos, pero completamente distintos, pequeños, sonrientes, libres, dulcemente ignorantes, una manada de uniformados recorre los pabellones de Corferias, pastoreada por un empleado público que difícilmente entra en la categoría de intelectual, pero que oficia de puente entre lo humano y lo divino, bajo el rótulo –desafortunadamente despectivo– de “maestro”.
Comienza a caer la noche. Los periodistas se visten de lagartos, los niños vuelven a casa y los poetas sacan los colmillos y las bufandas. Es hora de la entrega del Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá. En un salón de Corferias, un calvo deprimido presenta a la directora de la Secretaría Distrital de Cultura, a un representante de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño y a Santiago Mutis, poeta. El poeta ganador aún no ha sido presentado; será el mismo Mutis, poeta, el encargado de presentar poéticamente al poeta. Nelson Romero Guzmán ha ganado el concurso con un bello poemario titulado Obras de mampostería, sin embargo, la lectura de un par de los poemas que le merecieron el premio es aplastada por la extenuante presentación de 35 minutos, repletos de excesos, giros, saltos y poses poéticas, que hace Santiago Mutis, poeta, del poeta.
Terminado el evento, la verdadera razón que nos convoca se hace efectiva: las salas semivacías de los eventos culturales se llenan a reventar al momento del cóctel. Sobre el mantelito blanco, frente a los corbatines, están las copas de vino y, justo al lado, en charolas plateadas, una generosa ración de fiambres dorados que parecen muslos de pollo. No, no parecen muslos de pollo, son muslos de pollo.
Desde mi ignorancia, no alcanzo a comprender la excentricidad o el agudo sentido del sarcasmo de los poetas. Busco solidaridad entre los comensales, alguien debe estar tan contrariado como yo. No. Todos devoran los muslos de pollo y la grasa se escurre entre sus barbas, torpeza a veces corregida por un delicado movimiento de la bufanda. Tomo otra copa de vino y clavo los dientes en los nervios de esa patita muerta. ¿Qué extraña metáfora encierran estos muslos? ¿Qué secreto indescifrable abraza entre sus fibras la piel dorada del pollo? ¡Oh, pollo!
En otros cócteles, de otros eventos, de otros intelectuales, se sirven canapés y vinos más caros. Las elites intelectuales visten mejor y, en algunos casos, han superado el siglo XIX. Lo demás es lo mismo. Lejos de la literatura, los intelectuales se definen por su extraña condición de no ser viables en el mundo real –donde las tuberías se rompen, los transplantes salvan vidas y los puentes se levantan sobre ríos– y, sin embargo, sobrevivir tercamente aferrados a la palabra dicha, que no a la escrita.
Es imposible no sentir miedo de que los niños reciban esa impresión de lo que es la cultura. Y que asocien la lectura y los libros con las barbas hediondas a Pielroja y pollo, los paraguas largos colgando de los antebrazos, las bufandas de cuadros, los comentarios eruditos fuera de contexto, las poses afectadas, la insinuación afrancesada de alguna vaina rara que también tiene nombre en español, la urgencia de proclamar el cargo que se ocupa y los premios obtenidos como epítetos de un nombre que nadie conoce y que se lleva con urgencia a las tapas de libros escritos a las carreras y publicados en ediciones autofinanciadas.
Alguien debería advertir a los niños que nada tienen que ver esos hombres grises con todos los colores que pueden encontrar en los libros. Nada tienen que ver esos excesos verbales –que no son pregunta ni respuesta– del público que interviene al final de cada evento, con la palabra certera que transporta y apuñala, despojada de adjetivos, cargada de fuerza, emoción y belleza.
Que los escritores escriban. Que los lectores lean. Que los niños rían, corran, lean y escriban. Que las niñas vengan a mí.
Lo que se lee se lleva por dentro. La experiencia de la lectura transcurre en soledad y silencio y le pasa a las personas más inesperadas: la lectora más frecuente de la revista en la que trabajo es la señora diminuta que reparte los tintos. Los intelectuales invierten tanto tiempo hablando de lo que han leído que cada vez leen menos, hablan más, y casi han olvidado que al final de todo esto lo que se espera es una sensación placentera en el pecho al cerrar la última página.
Ojalá que los niños lo descubran a tiempo, con los dedos untados de tinta y crayola, y que nunca lo olviden cuando sean viejos.

3 comments:

Martín Franco Vélez said...

del putas

pixshatterer said...

muerte al estereotipo... muerte a esa fijacion por esculpirse a imagen y semejanza de una imagen fija, valga la pseudo-redundancia, en el tiempo

María Fernanda said...

mmm? eres afocolombiano?